Por: Fernando Huerta | Spotlight Pride Edition 2025
En una era donde el pop a veces suena a simulacro, Lorde regresa con un disco que arde, suda y duele. Se llama Virgin, pero no habla de pureza, sino de cuerpos reales, contradicciones humanas y deseos que incomodan. Es un álbum que más que escucharse, se siente —como una herida que no acaba de cerrar, como un grito dentro de una pista de baile, como el eco de una ciudad que nunca se detiene.
Un cuerpo que canta
Desde la portada —una radiografía pélvica con un DIU tatuado en su piel— hasta los versos que abordan menstruación, deseo y fertilidad, Lorde pone el cuerpo en el centro. En “Clearblue” canta sobre pruebas de embarazo con una dulzura inquietante. En “Current Affairs” suelta una línea como “You tasted my underwear” con una naturalidad que incomoda —porque no estamos acostumbrados a que el pop femenino hable así de sí mismo, sin metáforas ni pudor.
Pero más allá del shock, lo que hay es un profundo deseo de habitar su cuerpo. De reconectarse con lo que duele, lo que excita, lo que vibra. Y eso, en una industria que todavía pide cuerpos “presentables”, es revolucionario.
Género líquido, identidad expansiva
Lorde también se deshace del binarismo. En “Shapeshifter” canta: “Some days I’m a woman / Some days I’m a man”, y no suena a declaración política, sino a una verdad íntima. En “Man of the Year” ironiza con su presencia en una gala de GQ, jugando con la idea de la masculinidad como performance. Todo Virgin es un acto de travestismo emocional y simbólico.
Su voz muta, se esconde entre sintetizadores o se desnuda en baladas minimalistas. Hay momentos donde suena como un susurro queer entre sombras y neón. El álbum es tan fluido como ella: nunca se queda quieto, nunca se define del todo.
Amor, trauma y ciudad
Nueva York es un personaje más del disco. Hay referencias a Washington Square Park, a joyerías esotéricas de Canal Street, al asfalto y al desvelo. Las canciones hablan de rupturas, pero también de reencuentros con sí misma. De ir a terapia con MDMA. De ver hongos psicoactivos como una forma de sanar.
En “What Was That?”, escrita durante una ruptura, Lorde se pregunta si lo vivido fue real o sólo un delirio emocional. La duda atraviesa todo el disco: sobre el cuerpo, el amor, la identidad, incluso sobre la propia música.
¿Y cómo suena todo esto?
Virgin suena a noche, a cuerpos rozándose en un club, a sollozos contenidos en el vagón del metro. Es electrónico, pero cálido. Producido por Jim-E Stack y Daniel Nigro, el álbum mezcla beats crudos con cuerdas orgánicas. Hay algo muy físico en cada canción: sientes los bajos en el pecho, las respiraciones en la nuca.
“Hammer”, el primer sencillo, es una descarga de adrenalina. Una marcha queer por el deseo y la ciudad. “Shapeshifter” podría estar en una rave, pero también en una galería de arte performático. Todo suena libre. Como si Lorde hubiera roto su propio molde.
Una obra queer aunque no se diga
Aunque Lorde no se haya etiquetado explícitamente, Virgin es profundamente queer en su forma de mirar el mundo: desde el cuerpo como campo de batalla, hasta el género como algo que se desplaza y el deseo como una forma de resistencia.
En tiempos de regresiones políticas y ataques a cuerpos disidentes, Virgin aparece como un canto incómodo pero necesario. No es un disco para todos los oídos, pero sí para todos los cuerpos que han sido cuestionados, reprimidos o silenciados.
Virgin no busca gustar. Busca arder.
En este Pride Month, donde celebramos lo que somos y lo que estamos aún descubriendo, Lorde nos entrega un disco imperfecto, humano, radicalmente honesto. Virgin no es solo música: es una experiencia visceral. Una llamada a habitar el cuerpo, el dolor, el deseo, la ciudad… y a hacerlo sin miedo.
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